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Cuento: UNA VIDA ORDINARIA.

Eran como sombras en la penumbra, caras de sueño, músculos rígidos y dormidos, unos se calzaban las botas de caucho, otros preparaban las herramientas filosas, listas para rasgar el suelo y recortar los frutos.



Poco a poco los grupos se forman, unos hacia la huerta de verduras, otros, hacia los sembrados de yuca o frijoles. Salían en filas silenciosas que al pasar los minutos y el aparecer de la luz matinal recobraban la cotidianidad de las sonrisas y las anécdotas.






Dormía pesadamente, había sido una noche de cuatro clientes, lo que significa un buen negocio. La toalla mojada olorosa a jabón estaba tirada en el borde de la cama, mientras que su cuerpo desnudo, hermoso, de formas suaves y firmes, descansaba lánguidamente en la misma posición que había caído sobre el colchón después de una ducha apresurada.



Seiscientos dólares en billetes de diez y de veinte se aglomeraban apretujados en su cartera, junto a un estuche de gas pimienta, tres preservativos y otros instrumentos afines a su profesión. Al otro lado, en la pata delantera de su cama, la base diminuta de un cigarro de marihuana, ya frío e inofensivo, testimonia el adormecimiento de los dolores, como una llave dejada por allí al entrar al territorio de los sueños.





Como de costumbre, su cabeza se bamboleaba al son de los giros, los frenazos y los arranques, cuestión esta que en nada alteraba su sueño. Dormía profundamente, rodeado de decenas de desconocidos que como él, se dirigían a cumplir labores indiferentes, por las cuales no sienten ninguna simpatía especial, aunque de ellos depende su sobrevivencia cuasi humana.



Como si su olfato o un sentido desconocido se lo anunciase, despierta dos paradas antes de la suya, se ajusta la corbata, estira las mangas de su camisa para borrar las marcas que la incomodidad ha dejado en su ropa, mira de reojo y disimuladamente el escote de la pasajera de al lado y sonríe para sus adentros. En ese momento piensa que fue una mala decisión haber dormido tanto.





Era un día benévolo, el sol oculto tras las nubes privaba de su ardor a los muchachos, que ya se aproximaban a las seis horas de dura faena. Para aquellos atrevidos citadinos que se lanzan a estas tareas sin conocimiento previo, los esperan rápidas ampollas de agua, y sucesivamente, de sangre, y los machetes y azadones antes animosos al ritmo de algunas canciones descontextualizadas, ahora tan sólo alcanzan a mecerse al ritmo de un tarareo protocolar.



Al son de estas cosas, uno de los muchachos lanza un extenso suspiro y sus pensamientos viajan dos mil kilómetros a la mirada de su amada, hacia ya dos meses que había marchado al extranjero, en busca del trabajo digno, que le niega el desarrollo de su propia tierra o acaso su natural cuna de madera o quizás como dicen los sabios de la televisión, le faltaba actitud. El asunto es que ella estaba allá lejos y a él, sólo le quedaba esperar su regreso y confiar en que el dinero, si llegaría al otro lado de la frontera.





La ciudad rugía de cláxones, había terminado la hora del almuerzo, aún faltaban cuatro cuadras para llegar a la oficina, en el camino sacaba cuentas, las mismas de todos los meses, deudas y más deudas que representaban la vida. A veces se molestaba por tan inmisericorde esclavitud, pero entonces, al doblar la segunda esquina topaba con tres o cuatro indigentes que tirados a su suerte eran espectros penitentes, insalvables, un residuo inexplicable en medio de las luces permanentes, al verlos pensaba, si este grillete de incertidumbres no me atase a mi escritorio, a las humillaciones de los jefes y los clientes inhumanos, entonces estaría allí, junto a ellos, tirado, con la invisibilidad de la tradición milenaria que asume a los miserables como un elemento natural del paisaje social.



Cavila estas cosas con tanta insistencia que el camino al trabajo se pasaba en un pestañear. Ya frente al edificio un tumulto de personas impedía el paso a las oficinas, se abre paso a empujones y alcanza a ver una cinta amarilla de letras negras, de esas que usa la policía para alejar a los curiosos y reservarse el derecho de la contaminación de la escena criminal. Pero más allá… no se veía nada.





Dormir, ya no era un placer, era un escape existencial y despertar era un regreso al infierno de una tierra ajena y hostil, a las caricias despreciables, al sexo que la cosificaba y a los dólares que le daban el carácter de persona. Si… despertar era un infierno y al recobrar conciencia se baña dos… tres veces…, no puede evitarlo, aunque sus colegas le digan que eso pasará y se acostumbrará.



Ha pensado en regresar, pero, ¿regresar a qué?, ¿a ser una carga para su familia que vive hacinada en un barrio donde morir de bala es muerte natural?, No se decide y… no lo hace, no podría mirarlos a los ojos, no podría dejarse ver, no podría estar desnuda ante él, cuando lo ha estado ante tantos y tantos. No puede regresar y el presente es un abismo… no hay salida.





Estando de descanso, unos se examinaban alternativamente las manos despellejadas, otros tomaban agua y se extendían en el pasto sin percibir que su cuerpo era invadido silenciosamente por cientos de coloradillas hambrientas. Él dormitaba recostado de un árbol, con su mente en ninguna parte, cuando sobre sus muslos cayó un ave, un pequeño pajarito, lomo negro, de copete y pecho rojo, estaba muerto y en su simplicidad reflejaba un cierto aire de resignación mortal. De inmediato él pensó en ella y se llenó de miedo, aunque la relación causal no existiese.





Entraban y salían policías de aquel edificio, hasta que se acercó lentamente el auto refrigerado, señal de que había un cadáver… el morbo iba en aumento y la multitud se agolpaba para ver al infortunado, él se ponía de puntillas, estira el cuello y lo mueve hacia los lados, buscando ver en el momento preciso que sale el cuerpo, éste cubierto por una sábana blanca, sólo alcanza ver una mano que se escurre y aunque pálida por la ausencia de vida, no puede dejar de pensar que es una mano muy hermosa, demasiado como para haber dejado de existir.





Todo pasa… sí…, todo pasa, pero ella no quería que la indignación por tantos dolores, simplemente se convirtiese en costumbre utilitaria y antes que las pesadillas ocupasen toda su existencia, decidió poner fin a su historia ordinaria, un epílogo que sólo merecerá una pequeña esquina perversa en un diario sanguinario y muchas lágrimas para quienes quedaron en su espacio natal.



-LCR.
Texto que obtuvo el II° Lugar del Concurso Interuniversitario de Cuentos "Dr. Roberto Jaén y Jaén", 2010.

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