Hasta el 9 de agosto del año en curso se han producido
veintidós feminicidios en el país, según reportes de prensa. Mediante Ley 82 de
2013, a través de su artículo 41, se incorporó el artículo 132-A del Código
Penal en el cual se sanciona el feminicidio con pena de 25 a 30 años de privación
de libertad. Tras los últimos casos de
esta conducta criminal, algunos grupos proponen sanciones de entre 45 y 50 años
de privación de libertad.
El sentido común dominante dicta que la solución a este y
otros problemas es sencilla: un Código Penal más severo, que apele a todas las
funciones de la pena, desde prevención general, tanto positiva como negativa
(reconocidas en el artículo 7 del Código Penal), es decir, la utilización de la
persona penalizada como un instrumento para disuadir a aquellos que piensen
cometer la conducta en el futuro (negativa) o con el propósito de restablecer
la confianza en el sistema de justicia y de la ley penal mediante la sanción de
una persona (positiva). En ambos casos la experiencia ha demostrado que el
incremento de las penas no disuade ni reduce la realización de crímenes, incluso
en sociedades que tienen de forma muy extendida la aplicación de la pena de
muerte.
En lo relativo a la función de prevención especial de la
pena, sería ingenuo hablar de reeducación (especial positiva) del infractor
penal bajo las condiciones actuales del sistema penitenciario y parece que
realmente la única función que cumple nuestro sistema es la de neutralizar
(especial negativa) al sancionado, lo cual no es de ningún modo efectivo para
prevenir que una conducta como el feminicidio sea realizada por otros sujetos,
que es lo que presuntamente buscan aquellos que claman por más penas.
El feminicidio tiene un origen sociocultural e histórico
cuyo sustento ideológico se puede encontrar en el machismo y en una de sus formas
de expansión más difundida y desconocida, el “amor romántico”.
Es necesario aclarar que al usar este término no se trata de
la suma de las palabras amor y romanticismo, sino de ciertos convencionalismos
que forman parte del sentido común dominante, que contribuyen a crear formas de
relación de pareja basadas en la cosificación de las personas, es decir, la
persona amada se convierte en una cosa que puede y debe ser poseída.
Este se sustenta en mitos como el de la media naranja, el destino
o el de la unidad que sostienen que cuando dos personas son pareja, pasan
a ser una. Estas ideas que parecen ser inocuas y que están muy propagadas, al
ser asimiladas por una persona educada culturalmente en el machismo, se
convierten en una bomba de tiempo dispuesta a estallar en el momento que su “otra
mitad” decida que no quiere seguir en la relación.
Son ideas que matan, allí están como testigos fríos las
estadísticas de suicidios de hombres y de hombres que asesinan a sus parejas o
ex parejas porque no pueden soportar que aquello que consideraban una verdad
incuestionable, se desmorone ante sus ojos.
Este tema ha sido desconocido por aquellos que dicen estar
preocupados por la recurrencia de feminicidios y cuya principal y primerísima
propuesta es recurrir a la ley penal. La imposición de penas más severas lo más
que logra es neutralizar al sujeto que comete la acción criminal, pero no
logrará “disuadir” a otros como ha pasado hasta ahora, porque las razones del
problema son de orden social, cultural y estructural, las cuales se siguen
reproduciendo a sus anchas en todos los espacios de la vida social y asumidos
como verdades irrebatibles por el sentido común dominante.
El Derecho Penal en una sociedad que aspira a ser
democrática está regido por principios como el de ultima ratio o el
principio de proporcionalidad, olvidar esto es dejar libre de todo límite al
poder punitivo del Estado, dando un carácter puramente vindicativo a la pena y
un camino directo a sociedades más autoritarias.
-Luis Calvo Rodríguez
Diario "La Estrella de Panamá"
24 y 25 de agosto de 2015
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